Andrea Valobra no canta solo con la voz, también lo hace con el alma. La cantante paraguaya encontró en la música un refugio desde muy pequeña, y a sus 37 años, tras años de lucha, escenarios, pérdidas y reinvenciones, su historia resuena tan fuerte como sus interpretaciones. “Desde los cuatro años supe que quería dedicarme a esto”, cuenta, recordando aquellas tardes solitarias en su hamaca, cantando a todo pulmón con un viejo radio a pilas como único compañero. El tango fue su primer amor, herencia directa de su padre, pero fue la vida misma la que la empujó a convertir esa pasión en destino.
Su paso por el recordado programa Rojo Fama Contrafama marcó un antes y un después en su carrera artística. A los 17 años, sin saberlo, estaba entrando en un mundo de luces y exigencias emocionales para las que aún no se sentía preparada. “Había mucha presión, pero la mayor venía de mí misma”, confiesa. Aunque quedó en tercer lugar en ambas temporadas, la experiencia le enseñó que la fama es efímera si no va acompañada de crecimiento personal. Se reinventó, estudió psicología, incursionó en el teatro, fue madre, y nunca dejó de cantar, aunque fuera para ella misma en los momentos más difíciles.
La pandemia la enfrentó con la vida en su punto más vulnerable, un embarazo inesperado, la enfermedad de su madre, el deterioro de su padre y su posterior fallecimiento. “Sentí que el mundo se me caía encima”, recuerda. Pero la música, una vez más, fue su refugio. Hoy sueña con recorrer el país con su esposo, también músico, y llevar su arte fuera de las fronteras. “Seguí tu vocación, aunque cueste, aunque duela. Si seguís a tu corazón, tarde o temprano vas a llegar”, dice Andrea, con una voz que no solo canta, sino que también abraza.